Hace más de dos décadas, el Reino de Azran estaba al borde del colapso.
La economía se desmoronaba, los recursos eran escasos y el invierno azotaba con una crudeza sin precedentes. Sin dinero para pagar a los mercenarios ni para reforzar las defensas, las tropas del reino se vieron reducidas a su mínima expresión. Fue entonces cuando el Imperio de Iskers, como un lobo hambriento ante una presa herida, decidió atacar.
En lo alto del castillo, el rey de Azran convocó a sus siete generales en el Salón de los Cristales, un lugar sagrado iluminado por un candelabro mágico que proyectaba sombras inquietantes en las paredes. Bajo aquella luz temblorosa, el monarca pronunció las palabras que ninguno deseaba oír:
—Iskers nos ha declarado la guerra.
El silencio se hizo sepulcral. Los generales se miraron entre sí, comprendiendo que la caída del reino era solo cuestión de tiempo.
Las Siete Órdenes del Reino eran su última esperanza:
Primera Orden: Glesiers
Líder: Lord Reinhardt von Glacius
Caballeros mágicos de élite, encargados de la seguridad de la familia real y la estabilidad del reino.
Segunda Orden: Orden de Seiryu
Líder: Maestro Yukishiro
Hechiceros y controladores de espíritus. Su intervención era rara, pero decisiva.
Tercera Orden: Genbu
Líder: General Balgard
Escudo de Azran. Guerreros casi impenetrables en defensa.
Cuarta Orden: Kōri no Kage (Sombra Helada)
Líder: Sombra Nocturna
Asesinos invisibles. Cuando los veías, ya era demasiado tarde.
Quinta Orden: Blue Dragons
Líder: Archimago Weiss
Magos de poder arcano descomunal. Un solo conjuro podía borrar una división enemiga.
Sexta Orden: Rising Flower (Flor Naciente)
Líder: Princesa Airi
Caballería mágica especializada en defensa y ataque. Protectores del castillo real.
Séptima Orden: Orden de Azran
Líder: Comandante Siegfrid
La vanguardia. Portadores de armas mágicas capaces de desatar poderes únicos… al precio de la mitad de su magia vital.
Pero ni siquiera con las siete órdenes en pie, las probabilidades estaban a su favor. El enemigo los superaba cinco a uno.
El rey, con la mirada perdida y el corazón en vilo, dejó escapar la pregunta que pesaba en todos:
—¿Cómo se gana una guerra que ya está perdida?
Entonces, una voz suave pero firme rompió el silencio.
—Aún no está perdida.
Todos se voltearon al mismo tiempo.
En la entrada del salón, iluminada por la luz de la nieve que entraba por los ventanales, una figura se alzaba. Su manto blanco flotaba suavemente, como si el aire mismo la protegiera. Su cabello plateado descendía en ondas hasta la cintura, y sus ojos azules brillaban con un fulgor que no pertenecía a este mundo.
—¿Quién eres tú? —preguntó el rey, sin disimular su desconfianza.
Ella dio un paso al frente. El ambiente se volvió gélido. Pequeños copos de nieve comenzaron a flotar a su alrededor.
—Una simple viajera —respondió con una leve sonrisa—. Pero si aceptan mi ayuda, les mostraré cómo derrotar a Iskers.
Los generales sintieron un escalofrío recorrerles la espalda. Esa mujer… no era humana.
Era la Bruja de Hielo.