Cherreads

Chapter 21 - ¡Este jardín está hecho de magia… y conejos!

—Bueno… —murmuró Amira, forzando una sonrisa que no lograba esconder el leve temblor en sus manos—. ¡Supongo que no nos queda más remedio que buscar la piedra!

—Sí… —respondió Yukari, frunciendo el ceño apenas—. Pero no puedo dejar de pensar en lo que dijo Ryujin.

—¡Nada de pensamientos oscuros ahora! —saltó Amira con un golpecito juguetón en su brazo—. ¡Te prometí que conocerías a mis adorables conejitos, y ellos son expertos en curar almas cansadas!

Sin esperar respuesta, le tomó la mano y la arrastró por un sendero estrecho que se perdía entre la vegetación viva del jardín. Las flores crecían como si danzaran al compás de una música secreta, formando arcos de colores imposibles. Pequeñas luces flotaban entre los arbustos, titilando como luciérnagas hechizadas.

Llegaron a un claro rodeado por altos lirios azules. En medio de un césped mullido como musgo encantado, docenas de conejitos saltaban con alegría. Algunos eran tan blancos como la nieve recién caída; otros brillaban en tonos dorados o plateados. Uno tenía orejas traslúcidas que reflejaban el cielo como espejos rotos de un mundo lejano.

—¡Mira, mira! —gritó Amira, soltando a Yukari para correr hacia ellos—. ¡Ese se llama Mochi! Y el que se esconde tras ese lirio cree que es el guardián del jardín… pero se asusta hasta de su sombra.

Una risa escapó de los labios de Yukari. Se arrodilló con suavidad cuando uno de los conejos se acercó para olisquear sus dedos.

—Son… ¿siempre han estado aquí contigo?

—¡Claro! Son como mi familia —respondió Amira, sentándose entre los conejitos mientras uno trepaba a su cabeza como si fuera su trono—. Cuando estaba sola en el palacio, ellos fueron mi única compañía.

Yukari acarició a uno de pelaje lavanda que se acurrucó en su regazo. Sintió una calidez envolvente, reconfortante. Por un momento, las dudas y las sombras del pasado se desvanecieron, como si jamás hubieran existido.

—A veces… envidio lo simple que puede ser todo para ellos —dijo en voz baja.

—¿Lo simple? —Amira ladeó la cabeza, dejando que un conejo se recostara en su hombro—. Puede que no hablen, pero entienden cosas que muchas personas ni siquiera perciben.

—¿Como qué?

—Como cuando alguien se siente solo… o cuando está atrapado peleando con sus propios recuerdos.

Yukari la observó en silencio. Luego, una sonrisa suave asomó a sus labios.

—Eres más sabia de lo que aparentas.

—¡Obviamente! Pero no dejes que eso eclipse lo adorable que soy.

Ambas rieron. Los conejitos, como si captaran la alegría, comenzaron a saltar alrededor, esparciendo destellos de luz con cada movimiento.

—Está bien —concedió Yukari, respirando hondo—. Busquemos esa piedra antes de que el Dios Dragón regrese y descubra que aún no la tienes.

—¡Sí! Aunque… tengo la ligera sospecha de que uno de estos traviesos la escondió. ¡Manos a la obra!

La búsqueda empezó con entusiasmo. Amira se arrastraba entre arbustos que susurraban al tacto, mientras Yukari la seguía con una mezcla de escepticismo y curiosidad.

—¿Estás segura de que la perdiste por aquí? —preguntó Yukari, apartando ramas mientras la luz moteaba su rostro.

—¡Claro! Recuerdo que justo aquí estaba jugando a ser una sacerdotisa invocadora de conejos y… se me cayó del bolsillo.

—Eso suena sospechosamente específico.

—¡No me mires así! ¡Era un ritual sagrado! —proclamó Amira, alzándose con una flor blanca en la frente como si fuera un sello divino—. ¡Oh, grandes espíritus del jardín, traedme la piedra sagrada!

Yukari se llevó la mano a la boca para contener la risa.

—Eso fue… absurdamente ridículo.

—¡Y aún así funciona! —dijo justo antes de tropezar con una raíz y caer al césped.

—¿Estás bien?

—¡Perfectamente! El suelo y yo tenemos un pacto ancestral —replicó, alzando el pulgar desde el pasto.

Un conejito se subió a su pie, olisqueó su cabello y saltó hacia Yukari, que casi perdió el equilibrio.

—¿Tú también estás en mi contra? —le dijo al conejito, que la observó sin moverse.

—Ese es Tsuki —dijo Amira, aún tumbada—. Solo se comporta así con la gente que le cae bien. Felicidades.

—Gracias… creo.

La búsqueda continuó entre flores que reían al tocarlas, arbustos cantarines y una fuente que las seguía a paso líquido.

—¿Eso es normal?

—Solo cuando se aburre. Se llama Shizuku. No la irrites, o te mojará el cabello por una semana entera.

—Eso suena demasiado específico para ser coincidencia.

—¡Bienvenida a mi jardín celestial! Donde los conejos mandan y las fuentes tienen emociones.

Yukari negó con la cabeza, sonriendo.

—A veces pienso que esto es solo un sueño…

Amira se detuvo. Por una vez, su voz sonó seria.

—¿Y si lo fuera? ¿Qué harías?

Yukari alzó la mirada al cielo dorado, con Tsuki aún en brazos.

—Lo dejaría durar un poco más.

Amira sonrió de verdad. Luego se levantó y le tendió la mano.

—Sueño o no, ¡la piedra no va a encontrarse sola! ¡Vamos, antes de que Shizuku se impaciente!

Yukari la tomó sin dudar. Ambas corrieron entre risas, seguidas por su alegre corte de criaturas peludas.

Pasaron las horas entre juegos y exploraciones. Cuando el ritmo bajó, el jardín estaba teñido por una luz dorada que parecía suspender el tiempo. Yukari se inclinó hacia un arbusto cubierto de flores blancas que vibraban como si respiraran con el viento. Algo en ellas le resultó inquietantemente familiar.

—Amira… ¿cómo se llaman estas flores?

—¿Estas? Son Tsuyukusa. Solo crecen aquí… o eso creía. ¿Por qué?

Deslizó los dedos por los pétalos. Un destello azul los recorrió. Como una memoria sin rostro. Como una voz que no lograba recordar.

—Creo… que las he visto antes.

—¿En un sueño?

—No lo sé. Es como si mi cuerpo las recordara, pero mi mente no pudiera alcanzarlas.

El silencio se extendió. Incluso los conejos parecían guardar respeto.

—Tal vez el jardín intenta decirte algo —susurró Amira.

—¿Crees que los lugares… recuerdan?

—Claro. Todo deja una huella. Incluso tú.

Una brisa más fría cruzó el claro. Las hojas de un árbol cercano comenzaron a caer, dibujando en el suelo un patrón circular. Un símbolo antiguo.

Yukari se incorporó. Sintió un estremecimiento en el pecho. No era miedo. Era reconocimiento.

—Amira… ese símbolo. ¿Lo reconoces?

—¿Eh? —frunció el ceño—. Nunca lo había visto antes. No debería estar aquí…

—Pero está.

—Y se parece… al que vi en un sueño. Justo antes de que tú llegaras.

El jardín enmudeció. Solo Shizuku murmuraba a lo lejos.

—Quizá la piedra no se perdió —susurró Yukari—. Quizá... nos estaba esperando.

Los ojos de Amira se oscurecieron un instante, como si algo antiguo despertara en su interior.

—Entonces no te alejes de mí, Yukari. El jardín... puede jugar con tu memoria.

—No lo haré. Esta vez… no pienso perderme.

Y juntas continuaron. El jardín ya no era solo un escenario. Era un mapa. Un recuerdo vivo. Tal vez… incluso una promesa.

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