GOTHAM — 08:17 AM
Callejón entre la 6ª Avenida y Maple, Distrito Oeste
Una mañana cualquiera en Gotham podía significar la última de alguien. Pero no para él.
La ciudad se despertaba con su costumbre de lluvia gris, autos mal estacionados y pasos apurados. La gente evitaba el contacto visual. Las cámaras eran más frecuentes que los árboles. Y en medio de todo, él caminaba.
Elías Grave vestía como cualquier hombre que iba a abrir una biblioteca. Abrigo largo, bufanda oscura, maletín de cuero gastado. Pero bajo esa capa de anonimato latía algo más. Su andar era silencioso, sin pretensiones, pero había un ritmo en sus pasos… como si la ciudad se adaptara a su presencia. Como si la sombra del mundo lo envolviera incluso bajo la luz del amanecer.
Aún no había tenido sueños en semanas. Y eso lo inquietaba.
Los humanos soñaban, ¿no? Con cosas rotas, cosas perdidas… con personas que ya no están.
Pero él ya había vivido todo eso. Y a veces, cuando cerraba los ojos, recordaba la risa de su madre. La voz quebrada de su padre. La última sonrisa de Jin-Ah. La mirada orgullosa de Igris. La lealtad sin límites de Beru.
Y el rostro de un joven que solía llamarse Yoo Jin-Ho.
Su mejor amigo. Su hermano de otra vida.
Caminó hacia la cafetería de siempre. “Maple Roastery”, una esquina sin pretensiones con un par de mesas de madera afuera y una campanilla oxidada en la entrada. Había pocas cosas en este mundo que le daban una paz momentánea, y ese lugar era una de ellas. No por el café. Sino porque la chica que trabajaba ahí no lo miraba como si estuviera fuera de lugar.
Y eso era raro en Gotham.
—Buenos días, señor Grave —dijo la barista al verlo entrar, sacudiéndose los restos de harina de las manos.
—Buenos días, Marcy —respondió con voz baja, cálida, mientras dejaba su maletín bajo el perchero junto a la ventana.
No necesitaba ese café. No necesitaba calor. Pero la rutina… la rutina era una forma de mantener lo que quedaba de su humanidad intacta. Y esa fachada, esa máscara de bibliotecario de rostro sereno y ojos extrañamente violáceos, debía mantenerse.
—¿Lo de siempre?
—Sí. Pero que esté muy caliente esta vez, por favor.
Ella rió con complicidad. Era una risa de las que no exigían nada.
Y eso también le gustaba.
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GOTHAM — 08:26 AM
Cafetería “Maple Roastery”
Selina Kyle entró justo cuando Marcy colocaba el café frente a Elías. No llevaba cuero negro. No usaba tacones. No tenía joyas robadas.
Solo jeans ajustados, un suéter azul marino y una mirada que decía: te estoy leyendo.
La campanilla sonó como una advertencia.
Él alzó los ojos.
Y por primera vez en semanas, sintió que alguien lo estaba analizando.
No con miedo.
No con simple interés.
Con instinto.
La mujer se acercó al mostrador, pidió un café con leche, y en lugar de sentarse lejos, eligió la mesa frente a la suya. Separadas por menos de un metro. Lo justo para mirar sin parecer una invasora. Pero lo suficiente para iniciar un juego.
—¿Primera vez en Gotham? —preguntó ella, sin mirarlo directamente.
Él alzó la vista. Parpadeó despacio.
—Llevo aquí varias semanas. ¿Se nota tanto?
—No te has adaptado al ritmo —dijo, apoyando la barbilla en la mano—. Todavía caminas como alguien que espera que el mundo no lo toque.
Hubo un breve silencio. Él sostuvo su mirada. No había temor en sus ojos morados, solo una quietud imposible.
—¿Y tú caminas como alguien que cree conocer a todos?
Ella sonrió. Por dentro pensó: interesante.
—Solo a los que valen la pena.
Marcy trajo su café. Selina lo recibió con un guiño leve y le dio un trago.
Elías se giró apenas, observándola con más atención. Rostro afilado, labios definidos, movimientos suaves pero firmes. Como una gata que no necesitaba mostrar las garras. Pero estaban ahí.
—¿Y tú? ¿Siempre hablas con extraños?
—Solo con los que no parecen extraños, aunque lo sean —contestó.
El silencio volvió, pero esta vez no era incómodo. Era un terreno común. Una danza de palabras y sentidos.
Entonces ella preguntó:
—¿Bibliotecario, cierto?
—Eso dicen los papeles.
—¿Y tú qué dices?
—Que soy un hombre que prefiere los libros a las armas.
Ella ladeó la cabeza.
—En esta ciudad… eso puede ser un arma.
GOTHAM — 08:38 AM
Cafetería “Maple Roastery”
Selina jugueteó con la taza, sus dedos girando con descuido el borde de la cerámica caliente. Pero su atención no se desviaba ni un segundo de Elías.
Era guapo, sí. Pero no de una manera superficial. Había algo… contenido en su rostro. Como si su belleza no estuviera hecha para el mundo, sino para un recuerdo lejano. O para otro tiempo. Su piel pálida contrastaba con el negro del cabello peinado hacia atrás, y esos ojos —púrpura, como una tormenta oculta bajo el agua— no se desviaban con nerviosismo ni arrogancia. Miraban como quien lo ha visto todo. Y sigue esperando algo más.
—No tienes acento local —murmuró Selina.
—Porque no soy de aquí.
—¿Y de dónde eres?
Elías desvió la mirada hacia la ventana.
Un camión oxidado pasaba lentamente por la calle. Una niña con mochila amarilla corría de la mano de su madre.
Gotham seguía viva. Y él aún estaba aquí.
—Digamos que… más lejos de lo que parece.
Ella alzó una ceja, sonriendo con curiosidad.
—¿Fugitivo? ¿Monje exiliado? ¿Poeta maldito?
—¿Y tú?
—Yo soy… una mujer con pésimo gusto en café —respondió, bebiendo otro trago sin despegar los ojos de él.
Una leve curva se dibujó en los labios de Elías. No fue una sonrisa completa. Pero para él, lo era.
—Gracias por el momento.
—¿Cuál?
—Este. Sentarse. Hablar. Sin agenda.
—Oh, cariño. Todos tienen agenda.
Él inclinó la cabeza, evaluando la frase. Luego asintió con lentitud.
—Sí. Pero algunos no la imponen desde el primer minuto.
Un par de segundos pasaron. Y en esos segundos, Selina entendió algo: aquel hombre podía ver más allá de lo que mostraba la gente. Como si algo en él… no perteneciera del todo a este mundo.
Pero eso, lejos de alejarla, la acercó.
—¿Vas todos los días a esa biblioteca? —preguntó, ahora más suave.
—Abro a las nueve. Cierro a las seis. A veces hay niños. A veces, ancianos. Casi nadie lee. Pero están ahí.
—¿Y tú estás por ellos?
—No. Estoy por mí. Pero los demás ayudan.
Selina se acomodó en su asiento.
Elías Grave era una incógnita. Pero una incógnita con la que valía la pena cruzarse.
—Puede que pase un día de estos —dijo al levantarse—. Tal vez tenga que devolver un libro robado.
—Entonces espero que no lo traigas roto —respondió él, sin apartar la mirada.
La mujer dejó unas monedas junto a la taza, y caminó hacia la puerta con una elegancia que no se aprendía. Se nacía con ella.
Antes de salir, se giró apenas:
—Bonitos ojos, bibliotecario.
Elías no respondió. Solo desvió su mirada al reflejo en la ventana.
Y por un segundo, su sombra pareció moverse con vida propia.
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GOTHAM — 12:11 PM
Biblioteca Pública del Distrito Oeste
La biblioteca estaba en silencio. Solo el sonido de las hojas al pasar, los pasos suaves sobre madera antigua, y el reloj de pared marcando los segundos.
Elías se había quitado el abrigo. Estaba ordenando unos libros en una estantería que ya conocía de memoria. A su alrededor, el mundo parecía congelado. Como si el tiempo respetara su presencia.
La puerta se abrió.
Pequeños pasos. Zapatillas color turquesa.
Una niña de no más de nueve años, con una trenza mal hecha, una mochila con parches de ositos… y una sonrisa que no temía a nada.
—¡Hola, señor Grave!
Elías se volvió. Y aunque su rostro no cambió mucho, sus ojos se suavizaron.
—Hola, Lia. Llegaste más temprano hoy.
—Mi mamá me dejó aquí antes de irse a trabajar. Me dijo que mientras lea y no moleste, puedo quedarme todo el rato.
—Eso es un buen trato.
—¿Puedo sentarme en la mesa del fondo?
—Claro. Pero sólo si eliges un libro que no tenga más de dos dragones.
—¡Voy a elegir uno con tres! —gritó corriendo entre los estantes.
Él la observó en silencio. Había algo en esa niña que le resultaba… dolorosamente familiar. Tal vez era su entusiasmo. O la forma en que no lo juzgaba. O simplemente la forma en que llenaba la biblioteca con una vida que él ya no tenía.
Recordó a Jin-Ho.
Aquel joven que creía en él, incluso cuando él mismo no lo hacía.
Elías regresó a su escritorio. Abrió el libro que estaba leyendo —El guardián invisible, de Dolores Redondo— y lo dejó a la mitad. No había necesidad de terminarlo. No hoy.
Miró a Lia desde lejos.
Ella hojeaba un libro sobre criaturas mágicas, con las piernas colgando de la silla.
Y por un segundo, se sintió menos solo.
GOTHAM — 05:43 PM
Biblioteca Pública del Distrito Oeste
Elías cerró el libro con suavidad. La sala ya estaba vacía, salvo por el leve zumbido de la calefacción y el ruido lejano de autos en la calle. Lia se había ido hacía una hora, despidiéndose con una sonrisa y un “hasta mañana” que había resonado más fuerte de lo esperado en aquel silencio.
Le gustaban esas últimas horas. Donde Gotham se detenía un poco, como si respirara antes de volver a hundirse en sí misma.
Una sombra se proyectó en la entrada. El timbre de la puerta apenas sonó.
Selina Kyle, sin maquillaje ni tacones. Jeans oscuros, un suéter largo y el cabello recogido sin mucho esfuerzo. No traía intención de seducir… pero aún así, lo hacía con cada paso.
—No sabía que la biblioteca seguía abierta a esta hora.
Elías levantó la vista desde su escritorio, sus ojos púrpura atrapando la luz ámbar de los ventanales.
—A veces la ciudad necesita un poco más de silencio antes de cerrar.
Ella caminó entre los estantes con familiaridad. No como una ladrona. No como una investigadora. Como alguien que ya había estado ahí, aunque fuera en otro tiempo.
—No vengo por libros esta vez —dijo, apoyándose en la esquina del mostrador—. Vengo por curiosidad.
—¿Y qué te intriga?
—Tú. —No lo dijo en tono coqueto. Lo dijo con esa sinceridad afilada que cortaba mejor que una daga—. No cuadra que alguien como tú termine aquí, archivando cuentos polvorientos y enseñando buenos modales a niños abandonados por la ciudad.
Elías no respondió enseguida. Bajó la mirada hacia un cuaderno que había empezado a llenar con notas, mapas, pequeñas observaciones del vecindario. Y luego la miró.
—No estoy escondiéndome, si eso te preocupa.
—¿Entonces qué haces?
—Recolecto cosas. Rutinas. Rostros. Frases que valen la pena guardar. Supongo que me estoy reconstruyendo.
Selina lo observó con cuidado.
—¿Y hay algo que valga la pena en esta ciudad?
Él no parpadeó.
—Una niña con una mochila de ositos cree que sí. Yo… le creo a ella.
Por primera vez, Selina no supo qué responder. Se giró hacia una estantería, sacó un libro cualquiera y lo hojeó con dedos distraídos.
—¿Sabes? Bruce también hace eso. Mirar a Gotham como si fuera algo que todavía se puede salvar. Aunque le cueste el alma.
—¿Bruce? —Elías no cambió el tono, pero anotó ese nombre en su memoria.
—Un viejo amigo. O algo así. Alguien que también carga con demasiadas cicatrices.
Como tú.
Él se levantó de la silla, rodeando el mostrador con la elegancia tranquila de quien no teme ser visto. Estaba cerca ahora. Más alto que ella. Más firme. No intimidante… pero sí imposible de ignorar.
—¿Y tú, Selina? ¿Qué cargas?
Ella le sostuvo la mirada.
—Las decisiones que ya no puedo deshacer. Y las que aún no me atrevo a tomar.
Silencio.
La biblioteca era un templo. Y ellos dos, penitentes sin confesión.
—¿Qué pasaría si Gotham no fuera el problema? —preguntó él, casi en un susurro—. ¿Y si el problema es que ya nadie sabe cómo quedarse?
Selina tragó saliva.
—¿Tú sabes?
—Estoy aprendiendo.
Sus ojos púrpura brillaban con una tristeza inmensa. Pero también con algo más. Un tipo de esperanza que no buscaba salvar el mundo. Solo salvarse a sí mismo.
Selina dio un paso hacia atrás, bajando la mirada por primera vez.
—Volveré. Pero no por respuestas. Solo… para verte leer.
—Entonces escogeré los mejores libros.
Ella se giró sin decir más, saliendo con pasos lentos. Pero cuando la puerta se cerró tras ella, Elías notó un pequeño pliegue en la esquina de su boca. Una media sonrisa. Como si hubiera dejado algo suyo en aquella sala.
Y de alguna manera… lo había hecho.
WAYNE MANOR — 08:32 PM
Archivo de Vigilancia Personal
Bruce Wayne examinaba la pantalla con detenimiento. Imágenes del distrito oeste, captadas por uno de sus drones silenciosos, mostraban al bibliotecario en diferentes momentos del día. No hacía nada sospechoso. No hablaba con nadie peligroso. No iba armado. No parecía tener conexiones.
Y, sin embargo… algo no encajaba.
—Pasa desapercibido con demasiada facilidad —murmuró Bruce, activando los filtros de reconocimiento facial. El sistema no pudo encontrar coincidencias previas con “Elías Grave”.
—No hay registros fiscales —dijo Alfred desde el otro extremo de la sala—. No hay historial médico. No figura en ninguna universidad, instituto, ni seguro social.
—Y, sin embargo, tiene papeles legales. Identificación legítima. Un contrato público como encargado de la Biblioteca Oeste. Aprobado por el gobierno municipal.
Bruce frunció el ceño. Gotham era una ciudad corrupta, pero esto no tenía huella política. Era… limpio. Demasiado limpio.
—¿Qué clase de hombre aparece de la nada y construye una vida rutinaria sin errores? —preguntó Bruce, más para sí mismo que para Alfred.
El mayordomo, desde su experiencia de décadas, respondió con calma:
—Uno que ha cometido errores suficientes como para no repetirlos.
Bruce no contestó. Aumentó el zoom en una escena: Elías conversando con una mujer. Selina Kyle.
Detuvo el video. Avanzó unos segundos. Luego lo pausó de nuevo.
—Ella lo mira diferente. No como a un desconocido. Como a alguien… que está viendo por primera vez, pero que podría entender.
Sus dedos teclearon con rapidez. Decidió no hablar con Selina todavía. Solo observar. Por ahora.
Si ese hombre era una amenaza, no atacaría por la espalda. No lo necesitaba.
Bruce prefería conocer a sus enemigos de frente.
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GOTHAM — 05:17 PM DEL DÍA SIGUIENTE
Biblioteca Pública del Distrito Oeste
—¡Elías!
La voz infantil rompió el silencio de la tarde. Lia corrió por el pasillo entre estanterías, cargando su mochila con la figura deshilachada de un osito cosido al costado.
Elías cerró el libro que estaba leyendo —una edición antigua de La invención de Morel— y sonrió, justo a tiempo para recibir el abrazo apretado de la niña.
—Llegas temprano hoy.
—La señora del orfanato tenía que hacer compras. Dijo que me podía quedar más rato si ayudaba con la tarea aquí.
Elías la llevó a la mesa de lectura. Lia sacó un cuaderno de ejercicios y una pluma con tinta rosa.
—¿Qué tienes hoy?
—Fracciones. Odio las fracciones. Son como… cosas que están rotas.
Él se sentó a su lado y comenzó a explicarle con paciencia, trazando pequeños dibujos: pasteles, frutas, globos.
—No están rotas. Solo están compartidas —corrigió—. Como los recuerdos.
Lia lo miró curiosa.
—¿Tú tienes muchos recuerdos?
Elías dudó. Por dentro, imágenes fugaces cruzaron su mente: Jin-Ah sonriendo, su madre llamándolo al anochecer, el peso helado de Igris y Beru marchando detrás de él… la soledad de una guerra que nadie entendía salvo él mismo.
—Sí —respondió, bajando la mirada—. Tengo muchos. Algunos… muy buenos.
—Yo no tengo tantos. Pero si te vuelves mi amigo, ¿puedo guardarte como uno bonito?
Elías sonrió. No con tristeza. Sino con una dulzura rara, que parecía dormida desde hacía mucho.
—Ya lo hiciste, Lia.
Ella volvió a la tarea con más energía. Y Elías, por un instante, sintió algo parecido a pertenecer.
En silencio, sin que ninguno de los dos lo notara, una cámara colocada discretamente entre las lámparas de la biblioteca giró unos grados. Observando. Registrando.
Y al otro lado de la ciudad… alguien más tomaba nota.