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Eclipses del Umbral

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Synopsis
En Umbría, la luz no significa salvación. Gobernados por los Puros, una élite que monopoliza los Lúmenes la energía vital del mundo, los débiles deben elegir entre la sumisión o la Oscurización: una transformación dolorosa que otorga poder al precio de perder la humanidad.
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Chapter 1 - Ruido bajo la piel

La ciudad no dormía. 

Refugio Quinto nunca lo hacía. 

Más que una ciudad, era un tumor de concreto y metal oxidado que se extendía por las faldas de las ruinas de Nivea, una de las antiguas ciudades de los Puros. Aquí, en las entrañas de la mugre, la supervivencia no era una opción, sino una rutina hueca. El cielo —cuando se dejaba ver— era un lienzo grisáceo cubierto de esmog y nubes muertas. La luz del sol no atravesaba esa costra desde hacía generaciones. 

En su lugar, las torres de extracción titilaban con destellos irregulares, como si el propio mundo respirara con dificultad. A cada intervalo, un pulso lumínico recorría las venas de la ciudad, haciéndola latir. Era una luz artificial, un brillo enfermo, nacido del despojo de los Lúmenes. Y cada pulso se sentía como un recordatorio de que seguías atado. A algo. A alguien.

Aeren despertó con ese pulso.

No fue una alarma. Era ese sonido familiar —profundo, metálico, omnipresente— que se filtraba incluso en los sueños. Lo sentía más que lo oía: un zumbido bajo, grave, que parecía nacer en la tierra misma y trepar por sus huesos. Se había acostumbrado, sí. Pero eso no lo hacía menos insoportable. 

Parpadeó, y la oscuridad del cubil lo recibió como un abrazo indeseado. El lugar era apenas una estructura metálica enclavada entre dos depósitos de residuos, reforzada con placas viejas de cerámica térmica. Una rendija oxidada le servía de respiradero. Una lona hecha con fibras recicladas colgaba del techo, impidiendo que los líquidos del sistema de filtrado le cayeran encima por las noches.

Su cuerpo dolía. 

Como todos los días.

Los Oscurizados no soñaban. O si lo hacían, no lo recordaban. Aeren había olvidado qué era soñar.

Sentado sobre el suelo, cruzó las piernas y buscó su bolsa. Era pequeña, hecha a mano con retales de tela sintética. Dentro, como una joya sucia y maltratada, yacía su último fragmento de Lumen. Apenas una astilla. Un fragmento de lo que una vez fue una esfera luminosa, ahora desgastada, pálida. La sostuvo entre los dedos.

El fragmento emitía un brillo débil. Se sentía tibio al tacto, como si le rogara no ser usado.

—Lo siento —murmuró Aeren—. Hoy no tienes elección.

En el exterior, la ciudad comenzaba su rutina.

Los motores de los sifonadores rugían desde las torres. El aire, denso y cargado de residuos, comenzaba a circular por las tuberías con un silbido agudo. El flujo de niebla artificial se arrastraba como un organismo vivo, deslizándose entre los callejones, envolviendo a los habitantes. La niebla no era natural. Era una mezcla química, diseñada para "preservar la integridad estructural del ambiente" según los informes técnicos de los Puros. En la práctica, hacía que respirar fuera más difícil y que envejecer fuera más rápido.

Aeren abrió la puerta corrediza y salió.

Sus botas, reforzadas con placas de chatarra, resonaron en los escalones de metal corroído que lo separaban del nivel de tránsito. A su alrededor, otros Oscurizados se desplazaban como sombras. Las máscaras eran comunes: trozos de tela, filtros oxidados, protectores improvisados. Nadie miraba a nadie por más de dos segundos. Todos sabían que la mirada era peligrosa. Revelaba debilidad. Deseo. Ira. Y en Refugio Quinto, todo eso podía matarte.

Cruzó el mercado viejo, donde las carpas estaban ya abiertas. Las mercancías eran escasas: hongos sintéticos, partes recicladas, agua racionada y a veces... carne. Pero nadie preguntaba de qué.

El sonido de un zumbido más agudo lo hizo detenerse. 

Se giró. 

Un guardia. Uno de los Puros. 

O al menos, uno de sus perros.

Iba enfundado en un exotraje ligero, negro y blanco, con runas de canalización grabadas en las placas. Llevaba una vara de sifón al cinto, y un visor brillante cubría sus ojos. Caminaba sin prisa, pero con la seguridad de quien puede matar sin consecuencias.

Aeren bajó la mirada y siguió caminando. 

Era día de tributo.

La plaza del drenaje, donde desembocaban los residuos del sistema central, era el punto de reunión. Allí, cada ciclo de extracción, los Oscurizados debían entregar su cuota de Lúmenes. Si no tenían suficiente... bueno, los "equipos de recolección" se encargaban de equilibrar las cifras.

La fila era larga. 

Aeren se posicionó al final, detrás de una mujer con una pierna mecánica rechinante. 

Los Puros no bajaban hasta aquí. Usaban emisarios. 

Seres entrenados —o reprogramados— para obedecer sin cuestionar. Entre ellos, estaban los "Blancos", reconocibles por sus túnicas sin costuras y sus rostros cubiertos por máscaras lisas.

Uno de ellos subió al estrado improvisado, una plataforma metálica unida a una terminal de canalización.

—Oscurizados de Refugio Quinto —dijo con voz plana—. Ha llegado el momento del tributo. 

Lúmenes o vida. No hay tercera opción.

Era la misma frase de siempre. 

La misma amenaza en distinto envoltorio.

Uno por uno, los Oscurizados entregaban sus fragmentos. La terminal absorbía la energía, la analizaba y clasificaba. Si el fragmento estaba demasiado degradado, se lo devolvían... junto con una marca negra. Eso significaba deuda. Significaba castigo.

Aeren observó. 

Esperó. 

Y entonces lo vio.

Un anciano, encorvado, vestido con harapos. No estaba en la fila. Estaba sentado contra la pared de un drenaje seco, murmurando algo. Tenía los ojos vendados con vendas negras, cubiertas de símbolos que Aeren no reconocía. Hablaba en voz baja. 

Pero no estaba solo. 

A su alrededor, pequeños fragmentos de piedra flotaban en el aire. 

Levitaban, giraban, como si bailaran alrededor de él. 

Aeren entrecerró los ojos. 

Y entonces, lo imposible.

Una línea en el aire. 

No una grieta normal. Era como una sutura de luz flotante. Un hilo desgarrado. Una costura. 

Estaba justo allí, a su lado, apenas visible... 

Pero palpable. 

Su corazón se detuvo. 

Parpadeó. 

Y la costura desapareció. 

El anciano giró la cabeza. 

Lo miró directamente. 

Aunque no tenía ojos.

—Tú también la viste, ¿verdad? —preguntó el anciano, con una voz como viento arrastrando polvo—. La costura. El desgarro.

Aeren dio un paso atrás. 

El anciano sonrió.

—Te está buscando. Ya empezó.

Un guardia se percató de la escena y avanzó hacia ellos. 

El anciano volvió a mirar al frente, como si nada. 

Las piedras cayeron al suelo con un sonido hueco.

—Muévete —gruñó el guardia a Aeren—. O te corto las piernas.

Aeren tragó saliva. Siguió caminando. 

Pero el zumbido bajo su piel se intensificó. 

El Lumen en su bolsillo empezó a vibrar.

Cuando llegó al estrado, extendió la mano con su astilla. 

La terminal la escaneó. El símbolo rojo se encendió. 

Demasiado degradado. 

Deuda. 

—Marca negra —anunció el Blanco—. El Oscurizado número 713-B queda registrado como carga defectuosa. El equipo de recolección pasará esta noche.

Aeren no dijo nada. 

No bajó la mirada. 

Simplemente asintió. 

Y se alejó.

Esa noche, no volvería a su cubil.