Volví con la botella de agua en mano. El peso era insignificante, pero el precio que pagué por ella seguía flotando en mi cabeza. No por el valor monetario, sino por lo que representa. Ceder a un sistema que aun no comprendo del todo siempre me deja una ligera incomodidad.
Fue entonces cuando me topé con alguien familiar.
—Qué curioso encontrarte aquí —dijo Reginald, cargando una bolsa que contenía lo que parecía ser una pequeña ferretería portátil.
—Solo vine por una botella de agua.
—Ya veo. ¿Y tu hermana?
—En el parque, esperando a que se reduzca la fila para inscribirnos en la academia y poder hacer el examen de admisión.
—¿¡Es hoy!? Cielos, sí que pasó rápido el tiempo. Pensar que nos conocimos cuando apenas tenían ocho años…
—¿Eh? Oh, tienes razón. —Hice una breve pausa, aunque no por nostalgia, sino por hábito—. ¿Qué haces aquí?
—¿No es evidente? Estoy comprando herramientas nuevas para seguir construyendo el prototipo de la máquina de armadura.
—¿No la has terminado? Creí que a estas alturas al menos habrías hecho pruebas.
—Oh, claro que ya hice pruebas. El problema está en ciertos cables mal conectados y, cuando traté de arreglarlo, estropeé todo. No es fácil hacer que un brazo de un metro se mueva sin que tu cuerpo se sienta como si arrastraras plomo, ¿sabes?
—Sí, sí… Lo entiendo. —Lo decía más por cortesía que por experiencia técnica—. ¿Y por qué vienes conmigo? El taller está del otro lado.
—Pensé en acompañarlos un rato antes de volver. Quiero mostrarles algunos avances. Después de todo, hicieron un buen trabajo con el pájaro venenoso.
—¿De verdad lo crees?
—Por supuesto.
"Pájaro venenoso". Así decidimos llamarlo Isolde y yo. Era una pequeña creación improvisada: un autómata de vapor diseñado junto a Reginald hace unos meses. El objetivo era que disparara pequeños dardos envenenados, pero el cruce de los cables internos complicó más de lo previsto. Nada fluye bien cuando la teoría se convierte en práctica. Aun así, funcionó. De forma inestable, pero funcionó.
Ahora que la academia ocupará la mayor parte de nuestro tiempo, los proyectos mecánicos quedarán en pausa. No era un problema inmediato, pero es algo que debía considerar si quiería seguir aprendiendo de forma autónoma. El conocimiento institucional nunca es suficiente. No para alguien como yo.
—Oh… Carajo. Sí que es una fila larga —expresó Reginald, viendo por fin la cola que estaba ahí en el parque, extendiéndose enormemente—. Ni siquiera cuando me inscribí era tan extensa…
—¿Te desanimaste? Como castigo por venir conmigo, ahora tendrás que esperarnos.
—¡Lucy! —La voz de Isolde rompió la conversación como un trueno. Venía corriendo a gran velocidad, con Alicia detrás… y un adulto. No estaba en el lugar donde le pedí que me esperara. Por supuesto —. ¡Lucy, adivina qué!
—¿Qué…? ¡Agh! —Se lanzó sobre mí como si fuera una embestida planeada. Ambos caímos al suelo, y mi espalda protestó primero, seguida de mi cabeza.
—A que no sabes qué, a que no sabes qué…
—¿Qué pasa contigo? ¿Por qué hiciste eso? Duele.
—Jajaja.
Me tomó por sorpresa. Completamente. No esperaba que se arrojara con tanta fuerza… ni que cayera tan mal. Me golpeé la cabeza. No fue grave, aunque podría haberlo sido si no hubiese girado ligeramente al último segundo. El mundo giró por un instante. Pero no importa.
Me levanté del suelo tan pronto como Isolde se quitó de encima. Me masajeé la cabeza con la mano izquierda y luego agité ligeramente el cabello para recuperar la compostura. El dolor era leve. Esperado. Proporcional a su entusiasmo.
—Jajajaja. Pensé que me esquivarías —rió Isolde.
—Imposible. Ni siquiera me di cuenta de que habías comenzado a correr —murmuré, con una ligera molestia en la voz. La culpa era compartida. Ella por lanzarse, yo por no reaccionar.
—Oh… Tío Reginald. ¿Qué haces acá? —Isolde dirigió su atención hacia Reginald, quien seguía a mi lado con su bolsa de herramientas.
Reginald sonrió, siempre con esa actitud ligera y desordenada que le caracterizaba.
—Nada en lo absoluto. Pensé que sería buena idea acompañarlos en el proceso de inscripción y luego ir al taller para mostrarles algunos avances. Enseñarles el siguiente paso. Aunque… —miró la fila con resignación— supongo que esto va a tardar más de lo que esperaba.
—Bueno, creo que eso se puede arreglar —intervino Alicia, acercándose con una expresión extrañamente segura. Luego dirigió su sonrisa a Reginald.
Algo en esa sonrisa me resultó… irregular. Como una pieza que no encaja del todo en el rompecabezas.
Volteé hacia Reginald. Su reacción fue inmediata: sudor en la frente, ojos dilatados, tensión en la mandíbula. Una mezcla de impacto y alivio que no logré medir con precisión.
—¿P-princesa…? —tartamudeó, dejando caer la bolsa como si su contenido hubiese desaparecido de su conciencia.
… ¿Qué?
Giré lentamente hacia Isolde. Ella me devolvió una mirada cargada de preguntas. Me limité a encogerme de hombros. No tenía respuestas. Aún no.
—¿Princesa? —pregunté, aunque la respuesta ya era obvia. Alicia se sostenía con naturalidad, con una postura demasiado refinada para alguien común. Su apariencia era un manifiesto involuntario. Ya lo había notado antes, pero nunca me pareció necesario cuestionarlo.
—¿Te refieres a qué…? —comencé, pero me detuve. Alicia no necesitaba confirmación verbal. Su silencio lo dijo todo.
—Yo… pensé que usted no regresaría hasta después de 19 inviernos —murmuró Reginald, intentando recuperar el aliento, y quizás algo de dignidad.
—Bueno… las cosas se salieron de control en Caldarien. Tuve que regresar. Fui una molestia para Esil, así que decidí apartarme. Supongo que ahora tendré que estudiar aquí, en lugar de hacerlo en el continente élfico.
Sus palabras eran simples, pero detrás de ellas había una historia que nadie aquí conocía… aún.
—Todos estábamos preocupados por su salud, princesa. Incluso su padre ha estado preguntándose por su estado constantemente. ¿C-cómo? ¿Cuándo?
Yo, mientras tanto, permanecía en silencio. No era confusión lo que sentía, sino una necesidad imperiosa de procesar. Interrumpir un reencuentro formal entre una princesa y su… ¿protector? ¿sirviente? sería grosero. Y, además, contraproducente. La información fluye mejor cuando uno escucha.
Lamentablemente, no todos compartían ese principio.
—¡Alto! ¿Princesa? ¿Caldarien? ¿Estás diciendo que ella, Alicia, es la princesa del reino? ¿Hija del rey Leo? —Isolde irrumpió con una batería de preguntas, como era de esperarse. Ella nunca supo esperar respuestas. Solo las exigía.
Yo desvié la mirada. No por vergüenza. Sino por respeto. O, mejor dicho, para que la conversación continuara sin mi intervención.
—¿Eh? Ah… Perdón por haberlo escondido durante todo este tiempo —respondió Alicia, sin perder la compostura. Era admirable. No titubeaba. No se justificaba. Solo explicaba—. No quería que nadie se enterara de que estaba aquí. Esperaba pasar desapercibida. Pero ver a Reginald me devolvió un momento de mi niñez que… añoraba.
Pausa. Silencio. Una declaración emocional. Sincera.
—Pero… ¿cómo demonios lo escondiste tan bien? Desde hace seis años estás aquí, ¿no? La primera vez que nos vimos teníamos seis. ¿Cómo es que nadie se dio cuenta?
Buena pregunta, Isolde.
Y, finalmente, yo también quería saberlo.
—Sobornos —respondió Alicia, visiblemente avergonzada, bajando la mirada—. Tuve que sobornar a los guardias, sirvientes y a cualquiera que me reconociera, para que guardaran silencio sobre mi paradero. Incluso me pinté el cabello y usé lentes de contacto para ocultar mi apariencia, pero… no duró demasiado.
La explicación, aunque sencilla, era lo suficientemente precisa como para llenar los vacíos. Había utilizado el dinero y la apariencia como herramientas para modelar su libertad. No era algo que cualquiera pudiera hacer. De hecho, era exactamente lo que haría alguien que sabe lo que vale en un mundo que no te permite decidir por ti mismo.
Nadie habló. Reginald, en cambio, se agachó lentamente y la abrazó. La tensión que lo había envuelto se desmoronó como una cuerda al fin liberada.
—Es bueno tenerte de vuelta, princesa. Espero que esta vez estés con más calma, ahora que estás en casa.
—Gracias —respondió Alicia, devolviendo el gesto con suavidad.
Isolde y yo nos limitamos a mirarnos. No teníamos palabras. Solo una sonrisa silenciosa, compartida. El tipo de reacción que uno tiene cuando es testigo de algo íntimo, pero ajeno.
Dirigimos nuestra atención al hombre que Alicia había traído con ella. Una figura silenciosa, pero presente. Como una sombra que espera su turno.
—¿Y él quién es? —pregunté.
—Yo solo soy un humilde secretario —respondió con una leve reverencia—. La princesa Alicia me pidió personalmente que los ayudara con el registro de inscripción, para que no tuvieran que esperar en la fila. Así que, por favor, anoten sus nombres en este formulario.
Extendió un portapapeles. Lo tomé, junto con el lapicero. Papel oficial. Tinta de calidad media. El tipo de cosas en las que uno se fija cuando está nervioso y quiere parecer tranquilo.
—¿Solo pongo mi nombre?
—Así es.
—Entendido.
Isolde se acercó mientras escribía. Lucius Van D'Arques. Un nombre demasiado largo para alguien tan joven. O tal vez el nombre adecuado para el tipo de persona que quiero llegar a ser. Quien sabe. Tal vez el nombre sea lo único que me quede si fallo.
—Toma —le dije.
—Gracias.
Ella escribió el suyo. Me fijé en cada trazo. Isolde Equidna D'Arques. Un gran nombre para una gran niña. Su letra era firme, decidida. Muy diferente a la mía. En eso también me superaba.
—Listo. Tome. ¿Con eso ya estamos registrados para el examen de admisión? —pregunté, sólo por confirmación. Siempre es mejor comprobar, incluso cuando parece evidente.
—Por supuesto. El examen es en una semana, el domingo a las 10:30 de la mañana. Será en el patio de la academia, calle 35, colonia Margaret. La institución y el personal les desea mucha suerte.
—Gracias —respondimos los dos al unísono.
El secretario se despidió con una reverencia más profunda, luego desapareció entre la multitud.
—Gracias por tu trabajo, señor secretario —dijo Alicia. Después suspiró—. Bien, creo que ese fue todo mi trabajo. Ahora… después de que Reginald me viera, tendré que enfrentar algo más grande. Me retiraré.
Era lógico. Su disfraz estaba caído, su anonimato roto. Volver al castillo era inevitable. Quise preguntarle dónde se había estado escondiendo todos estos años… pero no era el momento. Algunas cosas es mejor dejarlas reposar. Aunque… no negaré que la curiosidad me roía.
—Por favor, princesa, hable con su padre —dijo Reginald, serio por primera vez en toda la mañana.
—Claro. Bueno, nos vemos.
Y sin más, se fue.
Solté un suspiro.
—No puedo creerlo… ¿Cómo ignoré algo tan obvio? Es… literalmente igual a él.
—Vamos, no te compliques tanto. Hay muchas personas que se parecen entre sí. Quizás incluso encuentres a alguien igualito a ti en algún momento —respondió Reginald.
—¡Qué miedo! —exclamó Isolde, estremeciéndose—. No me imagino viéndome doble.
Ambos reímos. A veces, la risa es el único remedio eficaz contra lo inverosímil.
—De todos modos, es bueno tener a la princesa de nuevo. Espero que arregle sus asuntos con el rey. Ahora, vayamos al taller. Debo mostrarles mis avances —dijo Reginald, girándose para marcharse.
Dejó su bolsa en el suelo.
—¿No te olvidas de algo?
—¿Eh? ¡Oh! Jajaja… Perdón —volvió sobre sus pasos y recogió la bolsa.
—Por dios…
Y así, lo seguimos hacia el taller.
La mañana aún tenía tiempo por ofrecer. Y nosotros, cosas por construir. Aunque, en el fondo, no podía dejar de pensar en Alicia. En su forma de ocultarse. En la forma en que lo explicó todo con tanta facilidad. ¿Cuánto más habrá detrás de esa fachada de niña alegre?